lunes, 2 de mayo de 2011

Guachimán Truchimán - Parte II

Está allí, en la boca del enunciado, haciendo quién sabe qué carajo. Está allí y está loco. Tan patológico como cualquiera de nosotros, insiste en hacerse pasar por vigilante a sabiendas de que nuestra demencia es golosa y se nutre de cuanto esfuerzo hacemos por ser normales, es decir, por confiar en los ingenuos planes de fuga que enarbolamos dentro de la desquiciada prisión cuyas paredes representan lo que sólo por error concebimos como nuestra propia existencia.

Por vigilante tenemos –y lamentamos tan escrupulosa aclaratoria-, no la definición puesta en boga gracias al inclemente mercado intelectual que se mueve en torno al cómic y sus enervantes derivados cinematográficos, sino su acepción más humilde y descarada. Dicho de otro modo, no hablamos aquí de algún sujeto enmascarado propenso a sortear dilemas éticos a punta de máquinas, mutaciones y puñetazos, sino del típico centinela a cargo de alguna de las tantas alcabalas o garitas que supuestamente protegen las mal venidas calles de nuestra ciudad; así como del advenedizo burócrata encargado de sellarte el pasaporte y la orden de entrega en un país azuzado por la falta de vivienda y la corrupción vinculada al control oficial de divisas. En resumen, por vigilante tenemos al guachimán de la esquina. Y si bien el guachimán nunca es el mismo, es en su nombre que pedimos disculpas por los accesos de rabia y color local que acaso pudiesen manchar la presente disertación.



En cuanto a los exabruptos retóricos y los baladíes circunloquios, contrario a lo esperado, consideramos que estos son inherentes a nuestra obsesión por abrirle paso a una idea que, aunque se nos antoja esencial, por los momentos también ha de permanecer desapercibida.

Entiéndase bien, cuando un desquiciado se cree vigilante, no queda sino prestarle atención, pues es ya mucha la experiencia que ha obtenido desde el día en que decidió admitir o rechazar el tránsito de determinadas personas para, en última instancia, concentrarse en evitar que ciertas ideas, entimemas, monemas, tropos, frases, oraciones, sentencias y otros babiecos desplazamientos de la lengua, se conduzcan por ahí sin su respectivo permiso.

Como todos sabemos, alguna vez el guachimán comandó una garita y muy pronto se vio forzado a depurar los mecanismos destinados a controlar determinados flujos migratorios, razón por la cual, más allá de emplear en sus lecturas cuanto recurso legal, económico o tecnológico cayera en sus manos –desde salvoconductos en miniatura y mensajitos de voz a pasaportes en carne viva-, el vigilante se dedicó a manipular las definiciones y conceptos destinados a clasificar a los sujetos en tránsito. Para ello, desde luego, el guachimán se concentró, ya no en las personas y sus bienes, sino en el lenguaje por ellas empleado; tarea no menos caprichosa, ya que exigió el traslado permanente de la alcabala como único pretexto capaz de garantizar su presencia, tanto en nuestras fronteras físicas como a lo ancho y largo de nuestras principales barreras psicológicas. A esta empresa tuvo el guachimán que inyectar enormes sumas de dinero -y no por todo lo que el dinero contribuye a lograr-, sino más bien por todo aquello que significa o, mejor dicho, por su ilimitado potencial para significar cualquier cosa.

Recuerda, todos los puntos de control son ambulantes, o sea, cualquier cosa puede ser un punto de control. Una baranda. Un afiche en la oficina. Una grúa desvencijada. Una farmacia. Un túnel a medio terminar. Una bolsa plástica. Un pote de pega. Una plancha. Un frasco. Tu libreta. Cierto mediodía. La tapa del radiador. El cesto de la ropa sucia. Hasta un texto mal escrito puede ser un punto de control. De hecho, al leer este párrafo tú acabas de atravesar entre uno y quince puntos de control.