lunes, 1 de agosto de 2011

Guachimán Truchimán - Parte V

En estos días, restringir o promover el flujo de afirmaciones, opiniones y conceptos,  ha devenido tan común que ciertas personas se han labrado toda una fortuna como administradores de contenido. No son pocas las imprecisiones que se quedan por fuera y otras tantas las que nos saludan con terror desde el otro lado de la barrera. Hasta hace nada, celebraba con un colega mío el principio de “puerta giratoria” que pusimos en marcha para hacerle creer a las ideas y opiniones que no eran exactamente las mismas.  El sistema lo diseñamos tras disfrutar una película sobre una chica con asperger quien, al ver las cosas del otro lado de una ventana una y otra vez, se hizo con una metáfora de las verdaderas consecuencias de una metáfora, principio de abstracción que le ayudó a generalizar como si fuera una persona común y corriente (disculpen, una vez más, la sarta de eufemismos prejuiciosos), todo lo cual le facilitó el trato cara a cara con el resto de la sociedad; proceso que a la larga le resultó esencial a la hora de diseñar y popularizar un matadero de ganado basado en el punto de vista de los propios animales, es decir, un matadero que hiciere a las vacas mugir y circular sin pena ni gloria –esto es, sin percances- hacia una muerte imprescindible y mezquina.

Hoy por hoy, en muchas partes utilizan el sistema empleado por la chica, para quien el autismo es una condición singular entre lo animal y lo humano. Visto de otro modo, la muerte límpida y apacible de millones de criaturas anónimas es, en sí, una metáfora del proceso de abstracción y generalización ¿Cuántas vacas debemos matar para que algo tenga o no tenga sentido? ¿Cuántos asesinatos por fin de semana hacen falta para mantener encendidos los canales de televisión? Si algo diseñó la chica fue su vida y el aparato que otorgó a los animales una muerte tranquila fue la coronación de su extenuante carrera por no ser tratada como una bestia.

Del cuerpo de los  cochinos, los corderos, de las vacas y de los peces se extraen gelatinas y pegamentos. De la cúspide al ábside y en todos sus retablos, la capilla del Rosario en la ciudad de Puebla es un vibrante ejemplo de cómo los santos deben su esplendor a las entrañas de la bestia. Sangre, pieles y huesos de ganado sirvieron para adosar  las láminas de oro de 22 kilates que hicieron del recinto la octava maravilla del mundo. La misma sangre y pieles y huesos de ganado que aún se usan para elaborar películas fotográficas, editar libros, promover exposiciones en la internacional vegetariana y más de una joya del séptimo arte.  
 Dice mi colega que, si en efecto las “puertas rotatorias” o el twitter se deben a una película que vimos, entonces esta película se llamaba “Temple Grandin”, palabras que, por cierto, coinciden con el nombre de la chica con asperger en el mundo real. En cuanto a  nuestro invento, nosotros lo llamamos twitter y poco o nada nos importa si twitter ya existe en el mundo real, lo que nos interesa es que tarde o temprano alguien llame a su hija de esa manera.
 No sé si vale la pena destacarlo, pero el año en que “Temple Grandin” fue celebrada por la crítica, fue el mismo en que compitió por prestigio con una película sobre Jack Kevorkian, acérrimo y entrañable practicante de la eutanasia, condenado a ocho años de prisión por tratar de mitigar cualquier agonía asociada a una vida indigna. Curioso, Temple Grandin ayudó a morir en paz al vigoroso ganado destinado al negocio de la carne y Kevorkian hizo lo mismo por aquellas personas cuya enfermedad las había llevado al borde del suicido. 
La estructura sinuosa por la cual circulan las vacas de Grandin –quien ha descrito su forma de pensar como netamente visual- es bastante semejante a los tambores y rodillos de las viejas cámaras cinematográficas y los cassettes de video. Kevorkian, grababa a sus pacientes en video como testimonio legal de un “suicidio asistido”.  Claro que, en la era digital, ya no sabemos si realmente Grandin o Kevorkian son películas. De hecho, es muy probable que ambos sean metáforas de una forma de hacer cine que ya murió, una forma en que se debía “rodar” una escena para que esta fuera percibida. Y si hay algo que todos hicimos en la era  del el petróleo fácil fue, como dice la ranchera, rodar y rodar.

 Quien haya visto los premios Oscar de ése mismo año, que los compare con los Emmy y sabrá a qué me refiero: con el auge de las pantallas planas, la tecnología móvil e Internet, el cine a la antigua, una vez más, se hará pasar por muerto para sobrevivir quién sabe cuándo. Lo cierto es que ahora vivimos en una especie de sprawl digital, aún cuando las autopistas y las novelas que conducen a ninguna parte hayan dejado de existir hace tiempo.





Nuestro caso, por otro lado, es un caso perdido. Desde que algún Ché dijera que “se puede matar a los hombres pero no a sus ideas”, nos convencimos de que el gran negocio no era  la inmortalidad, sino cualquier cosa que uno quisiera siempre y cuando estuviese ubicada en la inmortalidad de modo tal que pudiese facilitar el desplazamiento difuso y gregario de los millones de enunciados, opiniones e ideas que en la actualidad transitan por doquier. Algo así como un puesto de vigilancia que también sirve de quiosco, es decir, el negocio del siglo.